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> Al igual que los ceros, los empleados de Yumimoto sólo adquirían algún valor cuando se situaban detrás de otras cifras. Todos menos yo, que ni siquiera alcanzaba la categoría de cero
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> Ha creado un ambiente irrespirable en la reunión de esta mañana: ¿cómo iban a sentirse cómodos nuestros socios ante una blanca que comprendía su idioma? De ahora en adelante, no hablará nunca más japonés
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> El señor Saito me llamó a su despacho. Me tocó recibir un merecido rapapolvo: había sido declarada culpable del grave crimen de iniciativa
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> Cuando penetré en la guarida del vicepresidente, vi al señor Tenshi sentado en una silla. Se dio la vuelta hacia mí y me sonrió: fue la sonrisa más llena de humanidad que había tenido la oportunidad de ver en mi vida. Parecía decir: «Vamos a vivir una experiencia abominable, pero vamos a vivirla juntos.»
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> Y pensar que había sido lo bastante estúpida hacer estudios superiores. En cambio, nada para menos intelectual que mi cerebro alcanzando su plenitud entre la estupidez repetitiva. Ahora lo sabía: vivía bajo la advocación de las órdenes contemplativas. Anotar cifras contemplando la belleza, aquello era la felicidad.
> Fubuki tenía razón: me había equivocado al seguir el camino del señor Tenshi. Había redactado aquel informe para nada. Mi espíritu no pertenecía a la raza de los conquistadores, sino a la especie de las vacas que pacen en las praderas de las facturas esperando la llegada del tren de gracia. ¡Qué hermoso era vivir sin orgullo y sin inteligencia! Hibernaba.
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> Entonces ocurrió algo fabuloso: mi mente pasó al otro lado.
> De repente, ya no me sentí amarrada. Me levanté. Era libre. Nunca me había sentido tan libre. Caminé hasta el ventanal. La ciudad iluminada estaba muy lejos, a mis pies. Dominaba el mundo. Era Dios. Defenestraba mi cuerpo para estar en paz conmigo misma.
> Apagué los fluorescentes. Las lejanas luces de la ciudad bastaban para ver. Fui a la cocina a buscar una Coca-Cola, que me bebí de un trago.
> De regreso al departamento de contabilidad, me desaté los zapatos y los mandé a paseo. Salté sobre una mesa, luego de mesa en mesa, pegando gritos de alegría.
> Me sentía tan ligera que la ropa me estorbaba. Me fui quitando las prendas una a una y las dispersé a mi alrededor. Una vez desnuda, hice el pino-yo, que en mi vida había sido capaz de hacerlo-. Andando sobre las manos, recorrí los despachos contiguos. Luego, tras una perfecta voltereta, salté y me encontré sentada en el sitio de mi superiora.
> Dios. Aunque tú no creas en mí, Fubuki, soy soy Dios. Tú mandas, pero eso no significa nada. Yo reino.
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> Poncio Pilatos tampoco sabía que obraba para el triunfo de Cristo. Existió el Cristo en los olivos y yo soy el Cristo en los ordenadores. En la oscuridad que me rodea se levanta el bosque de ordenadores en todo su esplendor.
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> Desde que abandoné el mundo secular para entrar en las órdenes, el tiempo ha perdido toda consistencia y se ha transformado en una calculadora sobre la cual tecleo números rebosantes de errores.
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> Es una gran cosa saber cuándo se va a morir.
> Uno puede organizarse y convertir su último día en una obra de arte.
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> Se marchó. Permanecí sola en el pasillo, incapaz moverme. Así que el presidente de aquella cámara de tortura, en la que cada día se me sometía a absurdas humillaciones, en la que era blanco de toda clase de vejaciones, el dueño y señor de aquel tormento, era un magnífico ser humano, ¡un alma superior!
> Era para volverse loco. Una empresa dirigida por un hombre de una nobleza tan llamativa debería haber sido un paraíso refinado, un espacio de alegría y de dulzura. ¿Cuál era el misterio? ¿Acaso era posible que Dios reinara en el infierno?
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> Si por algo merece ser admirada la japonesa -y merece serlo- es porque no se suicida.
> Conspiran contra su ideal desde su más tierna infancia. Moldean su cerebro: «Si a los veinticinco años todavía no te has casado, tendrás una buena razón para sentirte avergonzada», «si sonríes perderás tu distinción», «si tu rostro expresa algún sentimiento, te convertirás en una persona vulgar», «si mencionas la existencia de un solo pelo sobre tu cuerpo, te convertirás en un ser inmundo», «si, en público, un muchacho te da un beso en la mejilla, eres una puta», «si disfrutas comiendo, eres una cerda», «si dormir te produce placer, eres una vaca», etc. Estos preceptos resultarían anecdóticos si no la emprendieran también con la mente.
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> Tienes la obligación de tener hijos, a los que tratarás como a dioses hasta los tres años, edad en la que, de repente, los expulsarás del paraíso para alistarlos al servicio militar, que durará desde los tres hasta los dieciocho años y, más tarde, desde los veinticinco años hasta el día de su muerte. Estás obligada a traer al mundo a seres que serán todavía más infelices en la medida en que en los tres primeros años de su vida les habrán inculcado la noción de felicidad.
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> Tu obligación es sacrificarte por los demás. No obstante, no se te ocurra pensar que tu sacrificio hará felices a aquellos por quienes te sacrificas. Eso sólo les permitirá no avergonzarse de ti. No tienes ninguna posibilidad ni de ser feliz ni de hacer feliz a nadie.
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> En realidad, vale más evitar el placer porque hace sudar. Y no existe nada más vergonzoso que el sudor. Si comes a grandes bocados tu tazón de pasta hirviendo, si te entregas al frenesí del sexo, si pasas el invierno dormitando junto a la estufa, sudarás. Y ya nadie podrá dudar de tu vulgaridad.
> Entre el suicidio y la transpiración, no lo dudes. Derramar tu sangre es tan admirable como innombrable resulta derramar tu sudor. Si te das muerte, no sudarás nunca más y tu angustia habrá terminado para siempre.
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> La idea de que sus palabras pudieran incomodarme ni siquiera se les pasó por la cabeza. De entrada, aquello me halagó: quizás no me considerasen como una blanca.
> Pero pronto recuperé la lucidez: si manifestaban aquellas opiniones en mi presencia era simplemente porque yo no contaba.
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> Hizo algo mucho peor. ¿Acaso estaba de un humor más sádico que el habitual en él? ¿O fue el hecho de que su víctima era una mujer, y además, una mujer muy hermosa? No fue en su despacho donde le echó la bronca del siglo: fue allí mismo, ante los cuarenta miembros del departamento de contabilidad.
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> En realidad, estaba violando a la señorita Mori, y si daba rienda suelta a sus más bajos instintos en presencia de cuarenta personas, era para añadir a su placer la voluptuosidad del exhibicionismo.
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> La mayoría de las veces, el honor consiste en ser idiota.
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> No tuve ninguna duda respecto al lugar donde se había refugiado: ¿adónde van las mujeres violadas? Allí donde corre el agua, donde se pueda vomitar, donde no haya gente.
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> Avanzó hacia mí con Hiroshima en el derecho y Nagasaki en el izquierdo. De algo es toy segura: si hubiera tenido derecho a matarme, no habría dudado en hacerlo.
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> De regreso en mi mesa, pasé el resto de la jornada fingiendo una mínima actividad mientras analizaba la naturaleza de mi imbecilidad, amplio tema de meditación donde los haya.
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> Fubuki había sido humillada por completo delante de sus colegas. Lo único que había conseguido escondernos, el último bastión de su honor que había logrado preservar, eran sus lágrimas. Había tenido el coraje de no llorar delante todos nosotros.
> Y yo, en un alarde de sagacidad, había ido buscarla hasta su refugio para presenciar sus sollozos. Era como si hubiera querido apurar su vergüenza hasta el límite.
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> Mi aprensión se vio confirmada cuando comprobé que nos dirigíamos hacia los servicios. Se guro que doblaremos a la derecha o a la izquierda en el último momento para entrar en algún despacho.
> Pero no doblamos ni a babor ni a estribor. Aunque parezca imposible, me llevó hasta los servicios.
> «Seguro que me ha traído hasta este lugar aislado para hablar de lo hablar de lo que ocurrió ayer», me dije.
> Para nada. Impasible, declaró:
> -Éste será su nuevo puesto de trabajo.
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> A menudo, las actitudes más incomprensibles de una vida tienen su origen en un deslumbramiento de juventud: de pequeña, la belleza de mi universo japonés me había impactado tanto que todavía me alimentaba con aquella reserva afectiva. Ahora tenía ante mí la evidencia del despreciable horror de un sistema que negaba todo lo que tanto había amado y, no obstante, seguía siendo fiel a sus valores, en los que ya no creía.
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> Aun así, me encantaba la frase de mi superiora: «Si tiene algún motivo de queja...» Lo que más me gustaba de aquel enunciado era el «si»: cabía la posibilidad de que no tuviera motivo de queja.
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> Enseguida comprendí que había predicado la buena palabra a su alrededor; pronto, ningún miembro del departamento de productos lácteos frecuentó mi guarida. Y, poco a poco, constaté un creciente descenso en el uso de los retretes masculinos, incluso por parte de otros departamentos.
> Bendije al señor Tenshi. Además, aquel boicot constituía una auténtica venganza contra Yumimoto: los empleados que preferían acudir al piso cuarenta y tres perdían, esperando el ascensor, un tiempo que habrían podido dedicar a la compañía. En Japón, a eso se le llama sabotaje: uno de los más graves crímenes para los nipones, tan odioso que, para denominarlo, se utiliza la palabra francesa, ya que hace falta ser extranjero para imaginar una bajeza semejante.
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> No se produjo ningún girlcot. Al contrario, Fubuki parecía cada vez más impelida a utilizar los servicios. Incluso empezó a cepillarse los dientes dos veces al día: no pueden imaginarse las consecuencias benéficas de su odio sobre su higiene bucodental. Me reprochaba tanto el hecho de no haberme despedido que todos los pretextos eran buenos para venir a provocarme.
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> Sin saberlo, Fubuki practicaba el revisionismo soft tan habitual entre los jóvenes del país del Sol Naciente: sus compatriotas no tenían nada que reprocharse respecto a la última guerra, y sus incursiones en Asia tenían como objetivo proteger a los indígenas de los nazis. No estaba en disposición de discutir con ella.
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> Si permanece en silencio, en cambio, significa que vive su trabajo como una mortificación monacal. Hundida en su mutismo, lleva a cabo la expiatoria misión de perdonar los pecados de la humanidad. Bernanos se refirió a la angustiosa banalidad del Mal; la limpiadora de retretes, en cambio, experimenta la angustiosa banalidad de la defecación, siempre idéntica tras su repugnante variedad.
> Su silencio es la expresión de su consternación. Es la carmelita de los retretes.
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> Todavía hoy deben de quedar jirones de mi cuerpo por toda la ciudad.
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> Los contables que pasaban diez horas diarias recopilando cifras me parecían víctimas sacrificadas en el altar de una divinidad carente de grandeza y de misterio. Desde tiempos inmemoriales, los humildes han dedicado sus vidas a realidades que los superan: en otros tiempos, podían por lo menos entrever alguna causa mística en semejante estropicio. Ahora, ya no podían ilusionarse. Entregaban su existencia a cambio de nada
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> Por respeto a la tradición, tenía la obligación de presentar mi renuncia a cada escalón jerárquico, es decir cuatro veces, empezando por la parte inferior de la pirámide: primero a Fubuki, luego al señor Saito, luego al señor Omochi y por último al señor Haneda.
> Me preparé mentalmente para aquella tarea. Por supuesto, cumplí con la norma máxima: no quejarme.
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> En el momento de reunirme con ella, un demonio me susurró en la cabeza: «Dile que, ejerciendo de Madame Pipí, puedes ganar más en otra parte.» Me resultó tremendamente difícil amordazar a aquel demonio y estaba a punto de dejarme arrastrar por la hilaridad cuando me senté frente a ella.
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> Mirándola fijamente para no perderme detalle de su reacción, pronuncié la siguiente barbaridad:
> -Porque no tenía las capacidades intelectuales para ese cometido
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> El antiguo protocolo imperial nipón establece que uno deberá dirigirse al Emperador con «estupor y temblores». Siempre me ha encantado esta fórmula, que se corresponde perfectamente con la interpretación de los actores en las películas de samuráis, cuando se dirigen a su superior con la voz traumatizada por un respeto sobrehumano.
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> El pequeño cuerpo enclenque del señor Saito se agitó en sobresaltos nerviosos. Parecía muy incómodo por lo que le contaba.
> - Amélie-san...
> Sus ojos buscaban por todos los rincones de la habitación como si fueran a encontrar la palabra justa. Me daba lástima.
> - ¿Saito-san?
> - Yo..., nosotros..., lo siento mucho. Nunca hubiera querido que las cosas ocurrieran así.
> Un japonés que se excusa de verdad, esto sólo ocurre una vez en cada siglo. Me horrorizó que el señor Saito consintiera rebajarse tanto por culpa mía. Tanto más cuanto que no había intervenido en ninguna de mis sucesivas destituciones.
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> Justo después, comprendí que había llegado demasiado lejos. Bastaba ver la expresión del señor Omochi para comprender que las buenas relaciones belgo-japonesas estaban resultando seriamente dañadas.
> Su infarto parecía inminente. Me retracté:
> - Le pido que me perdone.
> Encontró el resuello suficiente para rugir:
> - ¡Trágatelo!
> Aquél era mi castigo. ¿Quién iba a imaginar que comer chocolate se convertiría en un acto de política internacional?
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> Aquella constatación me recordó la frase de André Maurois: «No hables demasiado mal de ti mismo: podrían creerte.»
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> Reaccionó enseguida:
> -No es cierto, y usted lo sabe. Su colaboración con el señor Tenshi demostró que está usted altamente capacitada en los dominios que le convienen.
> ¡Vaya, vaya! Añadió suspirando:
> - No ha tenido suerte, no llegó en el buen momento. Comprendo perfectamente que haya decidido marcharse, pero sepa que si un día cambia de opinión, será muy bienvenida. Seguro que no seré el único que la echará de menos.
> Estoy convencida de que se equivocaba en ese punto. Aunque no por eso dejó de conmoverme.
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> Hacia las siete de la tarde, tras lavarme las manos, fui a estrechar las de los pocos individuos que, a título diverso, me habían dejado entrever que me consideraban un ser humano. La mano de Fubuki no formaba parte del lote. Lo lamenté, aunque no sentía ningún rencor hacia ella: fue por amor propio por lo que me obligué a no saludarla. Más tarde, aquella actitud se me antojó estúpida: preferir el orgullo a la contemplación de un rostro excepcional constituía un error de cálculo.
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> El tiempo, conforme a su vieja costumbre, pasó.
> En 1992 se publicó mi primera novela.
> En 1993, recibí una carta procedente de Tokio. El texto decía lo siguiente:
> Amélie-san, Felicidades.
> Mori Fubuki
> Aquella nota contenía elementos suficientes para hacerme feliz. Pero incluía un detalle que me encantó en grado máximo: estaba escrita en japonés.
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